"¿Cómo vivir siempre pensando en quien quizá no ha de volver?" (Kavafis) - 4ª y última parte
Finalmente, el amanecer, después de horas interminables de una confesión que sólo podía hacerle a ella, nos sorprendió a ambos agarrados a una taza de café y a la débil esperanza de que contar lo que sentía me ayudaría a poder resolver mis dudas.
-Quedaba pendiente una comida con Amelia.
-Y unas horas que se dilatarán para siempre en mi memoria...
Malgasté las horas que quedaron entre el desayuno y la comida. Volví al hotel a pie, dando una vuelta por la enorme urbe, que, con el paso de los días, se me iba haciendo menos extraña. La posibilidad de vivir en ella no se me hacía tan extraña, después de todo. No recuerdo qué hice en esas horas; seguramente apuntar algunas notas en mi cuadernos, leer algunos poemas de Nicanor Parra. En ese momento estaba completamente de acuerdo en sus versos:
"¡Está bien que me pase por imbécil!
La poesía se ha portado bien,
yo me he portado horriblemente mal.
La poesía terminó conmigo."
Llegó la hora acordada, y un sms: "Estoy en la boca del metro. Ven antes de que me arrepienta", con ese sabor agridulce de la clandestinidad que tanto hace hervir mi sangre. Nos encontramos y recalamos en un restaurante cercano. Pedimos una ensalada que resultó ser gigantesca. Ella estaba radiante. Le dediqué el cuadernito que le había entregado en nuestra primera cita. Ella, a cambio, con una exquisita y temblorosa letra, me obsequió con una nota en mi cuaderno. Hablamos, hablamos, hablamos. Sólo recuerdo de aquellos momentos sus delicadas manos y sus ojos de bronce.
Al terminar, dimos una vuelta y nos paramos en la Plaza de la Despedida. Nos sentamos en un banco y nos abrazamos. Volví a sentir el calor de sus labios, el aroma de su pelo. Quien nos hubiera visto, hubiese dicho que llevábamos mucho tiempo juntos. Seguimos murmurándonos el uno al otro, pensando qué iba a ser ahora de nosotros.
Después de un rato, fuimos a tomar un té a una cafetería cercana. La pena por nuestra despedida se iba agrandando como un abismo a mis pies: la certeza de que no iba a poder verla en mucho tiempo me paralizaba.
Inevitablemente, surgió el tema del sexo. Era demasiado duro aventurarse a una respuesta cierta, así que lo echamos a suertes. Con una peseta antigua lo decidimos: cara, venía al hotel (¿acaso no era morboso que los de recepción me vieran subir con dos chicas diferentes? ¿qué iba a sentir al acostarme en la misma cama donde había dormido Sophie?); cruz, lo dejábamos allí. La fortuna sonríe a los audaces, dicen. En ese momento la fortuna no debió de sentirme demasiado audaz.
Cuando ella estaba en el baño, llamó Sophie. Ya terminaba sus clases; se habían hecho ya las cinco. Teníamos que separarnos. Le leí algún poema en voz baja y permanecimos abrazados y con la mirada perdida.
Volvimos a la Plaza de la Despedida. Y allí, después de besarla por última vez, acordamos no decirnos adiós, sino hasta luego.
Cuando nos separamos, ella no volvió la vista atrás.
-Quedaba pendiente una comida con Amelia.
-Y unas horas que se dilatarán para siempre en mi memoria...
Malgasté las horas que quedaron entre el desayuno y la comida. Volví al hotel a pie, dando una vuelta por la enorme urbe, que, con el paso de los días, se me iba haciendo menos extraña. La posibilidad de vivir en ella no se me hacía tan extraña, después de todo. No recuerdo qué hice en esas horas; seguramente apuntar algunas notas en mi cuadernos, leer algunos poemas de Nicanor Parra. En ese momento estaba completamente de acuerdo en sus versos:
"¡Está bien que me pase por imbécil!
La poesía se ha portado bien,
yo me he portado horriblemente mal.
La poesía terminó conmigo."
Llegó la hora acordada, y un sms: "Estoy en la boca del metro. Ven antes de que me arrepienta", con ese sabor agridulce de la clandestinidad que tanto hace hervir mi sangre. Nos encontramos y recalamos en un restaurante cercano. Pedimos una ensalada que resultó ser gigantesca. Ella estaba radiante. Le dediqué el cuadernito que le había entregado en nuestra primera cita. Ella, a cambio, con una exquisita y temblorosa letra, me obsequió con una nota en mi cuaderno. Hablamos, hablamos, hablamos. Sólo recuerdo de aquellos momentos sus delicadas manos y sus ojos de bronce.
Al terminar, dimos una vuelta y nos paramos en la Plaza de la Despedida. Nos sentamos en un banco y nos abrazamos. Volví a sentir el calor de sus labios, el aroma de su pelo. Quien nos hubiera visto, hubiese dicho que llevábamos mucho tiempo juntos. Seguimos murmurándonos el uno al otro, pensando qué iba a ser ahora de nosotros.
Después de un rato, fuimos a tomar un té a una cafetería cercana. La pena por nuestra despedida se iba agrandando como un abismo a mis pies: la certeza de que no iba a poder verla en mucho tiempo me paralizaba.
Inevitablemente, surgió el tema del sexo. Era demasiado duro aventurarse a una respuesta cierta, así que lo echamos a suertes. Con una peseta antigua lo decidimos: cara, venía al hotel (¿acaso no era morboso que los de recepción me vieran subir con dos chicas diferentes? ¿qué iba a sentir al acostarme en la misma cama donde había dormido Sophie?); cruz, lo dejábamos allí. La fortuna sonríe a los audaces, dicen. En ese momento la fortuna no debió de sentirme demasiado audaz.
Cuando ella estaba en el baño, llamó Sophie. Ya terminaba sus clases; se habían hecho ya las cinco. Teníamos que separarnos. Le leí algún poema en voz baja y permanecimos abrazados y con la mirada perdida.
Volvimos a la Plaza de la Despedida. Y allí, después de besarla por última vez, acordamos no decirnos adiós, sino hasta luego.
Cuando nos separamos, ella no volvió la vista atrás.
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